Por Juliane Kippenberg y Jane Cohen
Cada año, las crisis ambientales afectan a millones de personas
alrededor del mundo provocando enfermedades y diezmando vidas y medios
de subsistencia.
Cuando la degradación ambiental recaba la atención internacional, su
impacto se enmarca a menudo en términos de los daños a la naturaleza.
Sin embargo, otra manera, obviada con frecuencia, de entender un vertido
tóxico o un desastre minero es en términos de su impacto sobre los
derechos humanos —cuanto menos el derecho a la vida, la salud y a la
seguridad de acceso a alimentos y agua.
Por ejemplo, en 2011, en la provincia de Henán al este de China, por
los ríos corrió agua de color rojo sangre debido a la contaminación y el
espeso humo asfixiaba la atmósfera alrededor de las fundiciones de
plomo y las fábricas de baterías que alimentaban la economía local —una
situación profundamente preocupante en términos de contaminación
ambiental. Sin embargo, como se mostró en el informe de Human Rights
Watch de 2011 My Children Have Been Poisoned (Han envenenado a
mis hijos), la crisis sanitaria y ambiental de Henán también ha
conllevado violaciones de los derechos humanos que han arrebatado un
conjunto de derechos internacionalmente reconocidos a los ciudadanos
—como los derechos a la salud y a protestar pacíficamente— y han puesto
en peligro el desarrollo físico e intelectual de miles de niños.
Desafortunadamente, en la práctica, los gobiernos y las agencias
internacionales no examinan con suficiente frecuencia las cuestiones
ambientales desde la perspectiva de los derechos humanos o abordan
conjuntamente ambos temas en las leyes o las instituciones. Pero así
deberían hacerlo, y lo deberían hacer sin miedo a que esta estrategia
comprometa los esfuerzos para lograr la sostenibilidad y la protección
ambiental.
De hecho, en lugar de socavar estos objetivos importantes, una
perspectiva de derechos humanos pone en primer plano un principio
fundamental y complementario —en concreto, que los gobiernos deben
rendir cuentas por sus acciones. Además, aporta herramientas de
incidencia política a los afectados por la degradación ambiental para
generar un espacio donde hacer oír su voz, participar de manera
significativa en el debate público sobre problemas ambientales y, cuando
sea necesario, recurrir a los tribunales independientes para lograr
rendición de cuentas y obtener resarcimiento. Como dice la máxima
jurídica, no puede haber un derecho sin un remedio.
Los instrumentos regionales de derechos humanos —como el Protocolo
Adicional a la Convención Americana de Derechos Humanos en materia de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales, la Carta Africana sobre
Derechos Humanos y de los Pueblos y su Protocolo Adicional relativo a
los derechos de la mujer— reconocen el derecho a un ambiente saludable
(o un ambiente “generalmente satisfactorio” en el caso de la Carta
Africana, adoptada en 1981). Además, han pasado más de dos décadas desde
que una resolución de la Asamblea General de la Organización de las
Naciones Unidas (ONU) reconoció que todas las personas tienen derecho a
vivir en un ambiente adecuado para su salud y su bienestar.
En un fallo histórico de 2001, la Comisión Africana sobre Derechos
Humanos y de los Pueblos demostró que era posible exigir cuentas a nivel
regional por violaciones de los derechos humanos, entre ellos el
derecho a un ambiente saludable. La Comisión concluyó que, a través de
un consorcio con Shell Petroleum Development Corporation, el anterior
gobierno militar de Nigeria había provocado daños ambientales al pueblo
Ogoni de la región del Delta del Níger, violando el derecho protegido
por la Carta Africana. La Comisión dictaminó que el gobierno no había
adoptado las medidas necesarias para proteger a la población Ogoni de
los daños provocados por la producción petrolera, y no había “dispuesto
ni permitido estudios de los riesgos posibles y reales para el ambiente y
la salud generados por las operaciones petroleras en las comunidades
Ogoni”. Sorprendentemente, la Comisión también concluyó que se había
violado el derecho a la vida debido al nivel de contaminación y
degradación ambiental “inaceptables para el ser humano”, que habían
destruido las tierras y las explotaciones agrícolas de las que dependía
la supervivencia de los Ogoni.
Sin embargo, a pesar de estas decisiones, sigue habiendo un nivel
insuficiente de rendición de cuentas en materia de derechos humanos por
las cuestiones ambientales, como demuestra el alcance del daño ambiental
que se produce a nivel mundial sin resarcimiento aparente. La comunidad
internacional de derechos humanos tiene que ayudar a reforzar tanto el
contenido como el marco del derecho a un ambiente saludable, y
contribuir a institucionalizar la conexión entre los derechos humanos y
el medio ambiente. Dichas medidas incluirían el desarrollo de mecanismos
de rendición de cuentas que puedan ofrecer un remedio efectivo para los
millones de personas afectadas por las crisis ambientales.
El derecho a la vida y la salud
De acuerdo con el derecho internacional de derechos humanos, los
gobiernos tienen numerosas obligaciones relacionadas con la protección
del derecho a la vida y la salud de sus ciudadanos. La Declaración
Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) y la Convención sobre los
Derechos del Niño establecen el derecho al máximo nivel posible de
salud. En virtud del PIDESC, el derecho a la salud conlleva una
obligación de mejorar la salud ambiental, proteger a los ciudadanos
frente a las amenazas ambientales contra la salud, garantizar
condiciones de trabajo saludables y proteger el derecho a la seguridad
de los alimentos y el agua.
Sin embargo, muchos gobiernos no protegen ni hacen respetar regularmente estos compromisos.
Human Rights Watch ha documentado el impacto devastador de dicha
negligencia de las autoridades en muchas partes del mundo. Por ejemplo,
en el estado de Zamfara, en la región septentrional de Nigeria, más de
400 niños han muerto a causa de la intoxicación por plomo —uno de los
brotes de saturnismo más graves de la historia— debido a la exposición
al polvo contaminado con plomo generado durante la minería del oro a
pequeña escala. El Gobierno de Nigeria ha arrastrado los pies ante este
desastre sin precedentes, a pesar de los múltiples indicios de la
inminencia del desastre. En el cortometraje A Heavy Price
(2012), Human Rights Watch documentó cómo los niños continúan viviendo y
jugando en hogares contaminados, y siguen expuestos a niveles de plomo
que pueden poner en peligro sus vidas y provocar discapacidades
permanentes.
Desafortunadamente, Nigeria no es el único caso: los gobiernos
responden a menudo a los problemas ambientales negando la situación, o
adoptando medidas débiles e inconexas sin eliminar el daño ambiental,
sin imponer o aplicar los reglamentos, y sin prevenir ni tratar las
afecciones resultantes.
El derecho a saber, protestar y reclamar justicia
El derecho internacional obliga también a los gobiernos a garantizar
el derecho de las personas a saber, participar en los procesos
políticos, protestar de manera pacífica y reclamar justicia. Estos
derechos, consagrados en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos, garantizan que los ciudadanos puedan participar de forma
activa y significativa en las decisiones que afectan a sus vidas.
En la práctica, los gobiernos no informan con frecuencia a los
ciudadanos acerca de los hechos más fundamentales relacionados con la
salud ambiental, lo que viola su derecho a la información. En Japón, por
ejemplo, el gobierno no proporcionó información básica a los residentes
de Fukushima acerca del nivel de radiación en sus alimentos y la
atmósfera, después del desastre nuclear de marzo de 2011 en esta
prefectura; lo que hizo que, como señaló un médico local a Human Rights
Watch, los periódicos locales tuvieran “que fiarse a ciegas de lo que
dijera la prefectura”.
Incluso en los países que cuentan con salvaguardias sofisticadas para
asegurar la transparencia y la participación de las poblaciones
afectadas, el panorama real es a menudo sombrío. En muchos países, los
gobiernos no sólo no proporcionan información a sus ciudadanos, sino que
también reprimen a los que reclaman transparencia y remedios oficiales.
Human Rights Watch ha documentado toda una serie de medidas
gubernamentales contra los que protestan —o incluso los que se limitan a
buscar información— que incluyen amenazas, arrestos, encarcelamientos y
hasta asesinatos.
Por ejemplo, en nuestra investigación de 2010 en cuatro provincias
chinas, descubrimos que el gobierno estaba deteniendo a personas que
protestaban contra la contaminación por el plomo de las fábricas, y
hasta a padres y madres que solicitaban atención médica para sus hijos
intoxicados (My Children Have Been Poisoned). En Filipinas,
Human Rights Watch ha documentado el asesinato de tres activistas
ambientales desde octubre de 2011: estos hombres se habían opuesto
abiertamente a las operaciones mineras y energéticas que, según ellos,
amenazaban el medio ambiente e iban a sacar de sus tierras a las
comunidades locales de Bukidnon y Cotabato Septentrional. No se ha
castigado a nadie, y las pruebas apuntan a la participación de grupos
paramilitares bajo el control de las fuerzas armadas. En el caso de
Kenya —que incorporó el derecho a un ambiente saludable a su
constitución en 2010—, Human Rights Watch ha estado colaborando con un
activista ambiental, que se ha enfrentado reiteradamente a amenazas y
arrestos por reclamar información y resarcimiento de una fábrica local
que ha contaminado la atmósfera y el agua cerca de la ciudad de
Mombasa.
Reglamentación de las empresas
Las empresas constituyen la esencia de los problemas ambientales
actuales. Independientemente de que sean corporaciones multinacionales o
pequeñas empresas locales, tienen la misma responsabilidad de asegurar
que sus operaciones no provocan violaciones de los derechos humanos ni
contribuyen a ellas, como se señala en los Principios rectores de la ONU
sobre las empresas y los derechos humanos. Se trata de una
responsabilidad que incumplen con frecuencia (véase también “Sin
reglas:“ ”Una estrategia fallida para la responsabilidad corporativa” en
este documento).
Por ejemplo, la mina de Porgera de Barrick Gold en Papúa Nueva Guinea
vierte todos los días 14.000 toneladas de residuos líquidos de la
explotación minera en un río cercano, lo que genera posibles daños para
el ambiente y la salud de las comunidades locales (Gold’s Costly Dividend,
2011). En Dhaka, la capital de Bangladesh, alrededor de 150 curtidurías
exponen a los residentes locales a efluentes sin tratar que contienen
cromo, azufre, amonio y otras sustancias químicas que causan
enfermedades de la piel, erupciones cutáneas y diarrea, entre otras
afecciones (Toxic Tanneries, 2012).
Las empresas, que incluyen a los inversores extranjeros, los
compradores internacionales y los comercios minoristas, tienen la
responsabilidad de asegurarse de que no están contribuyendo a abusos
contra los derechos humanos, ya sea de forma directa o indirecta. El
comercio que vende un cinto hecho con cuero curtido y curado en las
fosas llenas de ácido de Dhaka debe tener establecidos procedimientos de
debida diligencia para garantizar que no contribuye indirectamente a
los abusos contra los derechos humanos; lo mismo deben hacer los
compradores internacionales para asegurarse de que sus proveedores no
están violando las leyes sobre salud y seguridad o envenenando el medio
ambiente. Además, los gobiernos deben asegurarse de que regulan
adecuadamente el sector privado —una medida que con frecuencia tienen
reticencia a aplicar porque los reglamentos ambientales interfieren con
los intereses del sector privado, y se consideran una carga para el
desarrollo y el crecimiento económicos.
Por ejemplo, en octubre de 2010, la Cámara de los Comunes de Canadá
rechazó un proyecto de ley que habría permitido al gobierno hacer un
seguimiento de los impactos sobre el medio ambiente y los derechos
humanos de las operaciones a nivel mundial de las industrias extractivas
canadienses. Con este rechazo se perdió una oportunidad importante:
Canadá alberga a la mayoría de las empresas de minería y exploración del
mundo. Esta industria abarcó el 21 por ciento de las exportaciones
canadienses en 2010 y generó alrededor de 36.000 millones de dólares en
sus operaciones de minería ese año.
En Bangladesh, donde las curtidurías contaminan la atmósfera, el agua
y el suelo, nuestra investigación concluyó que el gobierno no ha
aplicado las leyes ambientales y laborales, y lleva una década ignorando
un fallo judicial que le ordena asegurarse de que las curtidurías
instalen sistemas adecuados de tratamiento de residuos. Un funcionario
del gobierno dijo a Human Rights Watch que el sector del curtido no está
regulado adecuadamente porque “los dueños de las curtidurías tienen
mucho dinero y poder político”.
En el caso de India, por ejemplo, una investigación de Human Rights
Watch de 2012 en los estados meridionales de Goa y Karnataka (Out of Control)
concluyó que las evaluaciones del impacto ambiental, supuestamente
independientes y precisas, de posibles proyectos de minería eran a
menudo deficientes y habían sido encargadas por las mismas empresas de
minería, mayoritariamente locales, que solicitan el permiso del Gobierno
indio para operar.
En ocasiones, la corrupción también menoscaba los reglamentos y las
salvaguardias ambientales. En Indonesia, Human Rights Watch ha
demostrado la manera en que la corrupción flagrante ha debilitado las
políticas ambientales sobre las explotaciones madereras (Wild Money,
2009); como consecuencia, la mayoría de la madera indonesia se ha
talado ilegalmente, infringiendo las políticas destinadas a proteger a
las comunidades y el medio ambiente locales.
Los más afectados
Con frecuencia, la degradación ambiental afecta desproporcionadamente
a las poblaciones vulnerables y discriminadas —como las poblaciones
rurales pobres, las personas desplazadas, las mujeres, las minorías
étnicas y los pueblos indígenas— que muy pocas veces tienen acceso o
influencia política para poder criticar o exigir cuentas a los
gobiernos.
Los pueblos indígenas están especialmente expuestos a graves
violaciones de los derechos humanos cuando los gobiernos o las
corporaciones multinacionales arrasan sus tierras y sus ecosistemas en
nombre del “desarrollo económico”. Según la Declaración de la ONU sobre
los derechos de los pueblos indígenas, estos pueblos sólo pueden ser
reubicados con su consentimiento libre, previo e informado, después de
acordar una indemnización justa y equitativa por las tierras, la
propiedad y los medios de vida. Human Rights Watch ha demostrado, no
obstante, que este no suele ser el caso.
Por ejemplo, en Etiopía, la investigación de Human Rights Watch en
2011 concluyó que se estaba expulsando por la fuerza a los pueblos
indígenas del valle de Omo, su principal medio de subsistencia, para
abrir paso a grandes explotaciones comerciales de azúcar. El gobierno ha
usado el hostigamiento, la violencia y los arrestos arbitrarios para
imponer sus planes, lo que ha hecho que los miembros de los grupos
indígenas locales, como un miembro de la tribu Mursi, se pregunten:
“¿Qué pasará cuando llegue el hambre?” cuando el río se seque y hayan
confiscado las tierras. (What Will Happen If Hunger Comes? 2012).
Otro colectivo vulnerable a los efectos de la contaminación ambiental
son los niños —a pesar de que la protección de la salud infantil es una
obligación fundamental dentro del derecho internacional. Las sustancias
químicas tóxicas tienen consecuencias especialmente perjudiciales para
los niños, cuyos organismos en desarrollo absorben estos productos con
más facilidad que los de los adultos; y provocan en algunos casos daños
irreversibles a largo plazo, discapacidad o incluso la muerte.
Los niños que provienen de situaciones de pobreza, desfavorecimiento y
marginación pueden correr un especial riesgo, ya que sus comunidades
carecen de influencia política e información. Por ejemplo, la
investigación de Human Rights Watch sobre el trabajo infantil en la
minería artesanal del oro en Malí —una industria en que la que trabajan
alrededor de 15 millones de mineros en todo el mundo— ha concluido que
la exposición de los niños al mercurio, un metal tóxico, se ha abordado
muy poco a nivel nacional o mundial (A Poisonous Mix, 2011).
Human Rights Watch también ha documentado como los niños y los
adultos de la minoría marginada romaní, desplazados después de la guerra
de 1999 en Kosovo, fueron albergados durante años en campos para
desplazados contaminados con plomo en el norte del país (Kosovo: Poisoned by Lead,
2009). Los niños estuvieron especialmente expuestos a la intoxicación
por el plomo. La ONU —la autoridad efectiva en ese momento— sabía de la
contaminación, pero no los trasladó a un lugar más seguro hasta más de
cinco años después. No contó con un plan integral de salud y detuvo el
tratamiento de los niños sin ninguna justificación médica.
Los niños de países ricos tampoco son inmunes a las repercusiones de
un entorno tóxico. En la industria agrícola de Estados Unidos, los
niños agricultores —muchos de familias migrantes— trabajan en el
interior o las cercanías de campos que se rocían regularmente con
plaguicidas. Sin embargo, el Gobierno de Estados Unidos no ha
ilegalizado el trabajo infantil peligroso en la agricultura, y ha dado
prioridad a los intereses de la agroindustria en detrimento de
reglamentos más estrictos sobre la exposición de los niños a plaguicidas
(Fields of Peril, 2010).
Retos y oportunidades globales
La respuesta de los gobiernos a la degradación ambiental es a menudo
débil e inconexa, y ajena al impacto crítico que tienen el cambio
climático, la contaminación y otros problemas ambientales sobre los
derechos humanos.
En junio de 2012, la Cumbre de Río+20 reunió a más de un centenar de
jefes de estado o de gobierno y a 45.000 personas en la conferencia de
la ONU más numerosa hasta la fecha. Sin embargo, la escala de la reunión
superó con creces su eficacia. Los líderes mundiales perdieron la
oportunidad de superar la falsa división entre el desarrollo y la
protección ambiental, y redujeron al mínimo las referencias a los
derechos humanos en el documento final, “El futuro que queremos”.
Las leyes y los reglamentos internacionales son instrumentos
importantes para la protección de los derechos humanos, pero tienden a
concentrarse en los aspectos técnicos de la reglamentación, las
emisiones y los procesos, y con frecuencia —como en el Convenio de
Estocolmo de 2004 sobre contaminantes orgánicos persistentes— cuando
abordan las consecuencias para la salud y los derechos humanos de la
degradación ambiental, no lo hacen de manera integral.
Además, aunque el objetivo de las instituciones financieras es
promover el desarrollo, en ocasiones, sus acciones violan los derechos
humanos y provocan una mayor degradación ambiental. Las políticas de
salvaguardia del Banco Mundial, destinadas a prevenir el impacto
negativo social y ambiental de sus proyectos, exigen a los gobiernos que
analicen el impacto ambiental de ciertos proyectos, pero no requieren
un análisis exhaustivo de las consecuencias para los derechos humanos.
El proceso del banco de examen y actualización de estas políticas
constituye una gran oportunidad para remediar esta deficiencia
importante.
Sin embargo, no son todo malas noticias.
Las organizaciones no gubernamentales que trabajan en el medio
ambiente, otros grupos de la sociedad civil y las comunidades afectadas
se han anotado algunos éxitos notables en sus esfuerzos por exigir
cuentas. En Birmania, la protesta abierta de los grupos de la sociedad
civil contra las posibles consecuencias devastadoras del proyecto de la
represa de Myistone, en el río Irawaddy, hizo que el gobierno
suspendiera en 2011 sus planes para lo que habría sido una de las
plantas hidroeléctricas más grandes del mundo.
En 2012, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU nombró a su primer
experto independiente en los derechos humanos relacionados con el
disfrute de un medio ambiente sin riesgos, limpio, saludable y
sostenible. Una de las tareas más importantes del experto será ayudar a
definir el derecho humano a un ambiente saludable, y ganarse la
confianza y el apoyo para asegurar el pleno respeto, la protección y el
cumplimiento de este derecho.
Otro avance positivo es la hoja de ruta de noviembre de 2012 trazada
por los gobiernos latinoamericanos para adoptar un tratado regional
sobre el derecho al acceso a la información, la participación del
público en la toma de decisiones y el acceso a la justicia en materia de
medio ambiente. Este tipo de instrumento ya existe en Europa: muchos
gobiernos de Europa y Asia Central han ratificado el Convenio de Aarhus
de 2001 sobre el acceso a la información, la participación del público
en la toma de decisiones y el acceso a la justicia en materia de medio
ambiente, que es el primer tratado que codifica estos derechos civiles
en relación con el medio ambiente.
También existen algunas oportunidades futuras para presionar a favor
de un enfoque de derechos humanos respecto a las cuestiones ambientales
—como las negociaciones para el tratado global sobre el mercurio.
Human Rights Watch ha participado en estas negociaciones, en Kenya en
2011 y en Uruguay en 2012, así como en las reuniones regionales en
América Latina y África. A través de nuestras campañas hemos instado a
que se preste más atención a los derechos humanos, especialmente al
derecho a la salud y la protección frente al trabajo infantil peligroso.
Durante las negociaciones en Uruguay, los gobiernos acordaron
introducir medidas especiales en el tratado para los niños afectados por
el mercurio en la minería artesanal del oro. También se acordó que los
gobiernos deben concebir estrategias de salud para las comunidades de
minería artesanal afectadas por el mercurio. Aunque el texto del tratado
aún no hace referencia a los derechos humanos y una sólida estrategia
global de salud respecto al mercurio, las medidas específicas sobre la
minería del oro constituyen un avance en la dirección adecuada.
¿Próximos pasos?
Con frecuencia, incluso cuando aplican los reglamentos y las
salvaguardias ambientales, los gobiernos pasan por alto las
consecuencias negativas de los problemas ambientales sobre los derechos
humanos, y su impacto desproporcionado sobre las poblaciones vulnerables
y marginadas.
Hace falta un marco más general que analice los impactos sobre los
derechos humanos y proteja el derecho a la salud, los alimentos, el agua
y los medios de subsistencia —derechos económicos fundamentales— así
como los derechos políticos y sociales, como el derecho a la
información, la participación, la libertad de expresión y los remedios
para todos los ciudadanos. Cuando no se exigen cuentas a los gobiernos,
es menos probable que remedien la contaminación o garanticen el pleno
acceso a la justicia para aquellos cuyos derechos han sido violados.
Son necesarios sistemas sólidos de rendición de cuentas —en los que
los gobiernos, las instituciones financieras internacionales, las
empresas y otros agentes privados tengan que rendir cuentas por sus
acciones aplicando los principios de transparencia y pleno disfrute de
los derechos a la información, participación y libertad de expresión—
para abordar el impacto de los daños ambientales sobre los derechos
humanos. Además, para empezar, tienen que existir rigurosos procesos de
reglamentación, que incluyan la supervisión del gobierno, para evitar
la puesta en marcha de proyectos que dañen el medio ambiente. Cuando se
causen daños, los responsables deben rendir cuentas por sus acciones,
remediar la situación y enfrentarse a la justicia.
El Consejo de Derechos Humanos y los gobiernos que no lo hayan hecho
todavía, deben reconocer el derecho a un ambiente saludable como un
derecho autónomo, lo que contribuiría a reforzar la rendición de cuentas
y el entendimiento de las consecuencias de los daños ambientales para
los derechos humanos. Los tratados internacionales sobre el medio
ambiente y los objetivos de desarrollo reconocidos internacionalmente
deberían basarse en el derecho internacional de derechos humanos y su
cumplimiento debería supervisarse a nivel internacional y nacional.
La cooperación entre los movimientos ambientales y de derechos
humanos será esencial para ayudar a promover estos objetivos. Ya que
sólo mediante esta colaboración —a nivel local y global— se podrá
progresar realmente en el enfrentamiento contra los que dañan el medio
ambiente, perjudican a otras personas o violan los derechos humanos
fundamentales.
Juliane Kippenberg es una investigadora principal de la División
de Derechos del Niño. Jane Cohen es una investigadora de la División de
Salud y Derechos Humanos.
FUENTE: http://www.hrw.org/es/world-report-2013/vidas-en-la-balanza
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