El fiscal especial para el esclarecimiento de la causa AMIA,
Alberto Nisman, fue encontrado muerto el domingo a la noche por su
madre, en su domicilio de Puerto Madero. Su cuerpo fue hallado sin vida
en el baño de su vivienda. En su escritorio estaban los papeles de la
investigación que encaró el fiscal en la que hacía referencia a un plan
para encubrir a los acusados del peor acto terrorista de la historia de
la Argentina.
Sobre esos papeles Nisman había trabajado todo el sábado.
Conocía al detalle la denuncia que preparó durante dos años, pero no
quería que el azar fuera a desperdiciar la oportunidad que tenía de
contar ante el Congreso lo que él había oído en cientos de escuchas
telefónicas.
"Estoy tapado de trabajo, ordenando papeles. No
sabés lo que es esto. Todavía no sé si son preguntas o tengo que exponer
primero", repetía cada vez que lo interrumpían el sábado. "No quiero
que se arme un show de esto. No quiero que el martes la tapa de los
diarios sea que la exposición fue un escándalo, sino que sea lo que
tengo para contar, que es muchísimo". El fiscal temía que su
exposición se viera "embarrada" por alguna jugada extraña. Transmitía
nervios e impaciencia. Quería que fuera lunes.
Conocí a Nisman
hace varios años. No recuerdo el contexto. Estuvimos meses hablando sólo
por teléfono hasta que hubo un café de por medio. Era más delgado de lo
que transmitían las fotos y la televisión. Daba la impresión de un
hombre hiperactivo. Que intentaba contener los nervios que
indisimulablemente le salían por cada poro. Charlamos muchísimo.
Intercambiábamos pareceres sobre la causa: yo muy escéptico con la
captura de los iraníes; él muy confiado en hallar la verdad.
Me
comentó sobre todos los nexos que encontró en su investigación entre
Irán y el grupo terrorista Hezbollah. Tenía todos los nombres en su
cabeza. No sólo el de los implicados y con pedido de captura
internacional y "circulares rojas". Todos. Su cerebro era un archivo repleto de información:
identidades, locaciones, nombres de empresas fantasma, cruces de
llamadas. Almacenó durante años esos datos, uno tras otro dándole forma.
Para estar seguro de no dejar ningún punto fuera de sus dictámenes. La
trama del ataque terrorista estaba estructurada en su cabeza
perfectamente. Se le podía preguntar cualquier cosa referida al caso que
la rapidez con la que replicaba los nexos entre uno y otro protagonista
aturdía. Del derecho y del revés.
Hubo decenas de nuevos
contactos a lo largo de estos años. Celebró las famosas "circulares
rojas" de Interpol. Sintió el apoyo a la investigación cuando se hizo
explícita la firmeza argentina ante la Asamblea General de Naciones
Unidas. Y se indignó con el memorándum firmado entre el Gobierno e Irán.
"Es inconstitucional", me confió en otro café que compartimos antes de
presentar su escrito ante el juez federal Rodolfo Canicoba Corral.
Y
desde hacía dos años que trabajaba en este nuevo caso. "Tengo algo que
es un escándalo. Están hasta la manija". Me lo adelantó hace más de un
año, en noviembre de 2013, con otro café de por medio. Pero no podía
decir nada más. Ni dar nombres. Sólo ese título. En ese momento creí
que se trataba de una nueva prueba relacionada con la investigación del
atentado. No sospechaba lo que vendría.
Pasaba el tiempo y la
curiosidad crecía y con ella, los constantes llamados: ¿Y? ¿Algo para
contar? Ya había pasado un año. "Todavía nada. Estoy más cerca. Muy
cerca". Nisman era hermético.
En diciembre, se fue de vacaciones
con su familia a Europa. Hablamos. Estaba feliz. Era un viaje que tenía
prometido a una de sus hijas desde hacía tiempo. Siempre hablaba de
ellas: eran su debilidad. "A la vuelta nos juntamos y vamos a almorzar".
Sin embargo algo cambió el 7 de enero y decidió emprender -horas
después- su retorno urgente a Buenos Aires. "Me están presionando. Me
avisan que está escrito el dictamen de (Alejandra) Gils Carbó para
apartarme", le comentó a un colaborador. Por eso concretó su vuelta y
presentó ante la Justicia federal el escrito con la acusación por
encubrimiento a los responsables del ataque terrorista a la AMIA que
alcanza a la presidente Cristina Kirchner, al canciller Héctor Timerman y
otros varios sospechados.
El miércoles a las 7 de la mañana
hablamos por primera vez. Fui a verlo pocas horas después. Estaba con
todo su equipo que iba y venía con carpetas. "Con esto me juego la
vida", repetía a sus colaboradores. Me contó parte de la
presentación que ya había hecho ante el juzgado de María Servini de
Cubría, aunque me explicó que la causa recaería sobre el juez federal
Ariel Lijo. Reconstruí los diálogos que habíamos tenido más de un año
antes. Les encontré sentido. Sobre su escritorio tenía hojas y más hojas
con apuntes. Frases marcadas con resaltado con los puntos más
importantes de la investigación. "Necesito el dictamen. Las escuchas,
algo", le rogué. "No puedo. Si hiciera eso estaría incurriendo en un
delito. Hay nombres que por ley no puedo hacer públicos. Comprendeme. Es
este, pero no podés leerlo. Ni tocarlo". Me mostró una carpeta con
muchas páginas. "Son más de 300". Me enseñó la firma que probaba que ya
había sido presentado y recibido en lo de Servini. Y nada más del
expediente. "Es delito", insistía. Abandoné ante su firmeza.
Nisman
estaba nervioso. Pero vivía nervioso. Era consciente del impacto que
tendría su presentación. "Tengo todo probado. El pacto con Irán es la
consecuencia del plan para asegurarle impunidad de los acusados". Sabía
también lo que le esperaba. "Van a venir por mí", repetía a quien lo
escuchara. "Van a decir cualquier cosa". También comentaba al pasar que
estaba amenazado. "Hacé la denuncia", se le recomendó. No quiso. Decía
que primero debía hablarlo con su ex mujer -en Europa con sus hijas- y
que no quería que vivieran una pesadilla con custodia permanente hasta
para ir al colegio.
Entre el miércoles y el viernes fueron
constantes los llamados que mantuvimos de ida y vuelta. Impresiones
sobre el avance de la causa. Su cita en el Congreso. Incertidumbre sobre
qué lo esperaría. ¿Será televisada? Temía que un espectáculo mediático
le impidiera dar un marco de seriedad al contenido que pretendía
transmitir.
El sábado hablé tres veces con Nisman. La primera
vez fue al mediodía. La segunda, a la tarde. Por último, a las 20:37.
Ironizamos sobre intrascendencias y rió con ganas de un comentario. Nos
saludamos. El domingo a las 7:54 le hice un típico reproche profesional
por información que apareció en otro medio: el mensaje nunca fue leído.
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