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martes, 13 de diciembre de 2011

De la California a Chevron

 Foto:Ilustración: Lucas Cejas
Foto:Ilustración: Lucas Cejas

Rogelio Alaniz

Las negociaciones abiertas con la empresa petrolera Chevron, evocan los acuerdos que a principios de 1955 el peronismo firmó con la Standard Oil. En tiempos de urgencias, la política no puede eludir las acechanzas de la historia. A su vez, la historia debe esforzarse para no caer en las trampas del anacronismo o las celadas de la manipulación. Establecer lo que cambia y lo que permanece, puede ser un recurso dialéctico, pero es en primer lugar una exigencia de la historia.

Entre 1955 y 2013 hay diferencias visibles. El mundo ha cambiado, la Argentina no es la misma y los intereses en juego se expresan de otra forma. Suponer que el peronismo en 2013 hace exactamente lo mismo que intentó hacer en 1955 es un error grosero, pero desconocer los vasos comunicantes que hay entre un tiempo y otro en el interior de una cultura política es una omisión tramposa.

Cuando en mayo de 1955 el gobierno firmó los acuerdos con la empresa Standard Oil, la oposición manifestó su disidencia en el acto, algo previsible en una oposición que para esa época estaba decidida a impugnar todo lo que hiciera el peronismo. Así y todo, conviene destacar algunos matices. Por ejemplo, la UCR tenía autoridad moral para disentir. Las banderas de la defensa de la soberanía energética fueron enarboladas por los radicales en tiempos de Mosconi y reforzadas en el Programa de Avellaneda. Para esa misma época, el presidente del partido, Arturo Frondizi, había escrito su célebre libro “Política y petróleo”, cuyas hipótesis centrales estaban en las antípodas de lo que tramaba el peronismo con la empresa de los Rockefeller.

El 27 de julio de 1955, luego de años de represión y prohibiciones, un político opositor habla por la radio. Se trata de Frondizi, quien entre otras cosas dice: “Este convenio enajena una llave de nuestra política energética, acepta un régimen de bases estratégicas extranjeras y cruza la parte sur del territorio con una ancha base colonial”.

Tres años más tarde Frondizi, desde la presidencia de la Nación, firmará contratos petroleros muy parecidos a los que intentaba legitimar Perón en 1955. El entonces secretario de Industria del peronismo, ingeniero Orlando Santos, le dirá en 1966 que “una cosa es la demagogia opositora y otra muy distinta la responsabilidad de gobierno”. Diez años lo esperó Santos a Frondizi para pasarle la factura. Frondizi por supuesto, la aceptó sin inmutarse.

Como suele suceder en estas refriegas políticas, el oportunismo suele estar a la orden del día, pero convengamos que el momento habilitaba para lo que se conoce como el arte de ejercer -con reflejos rápidos- el sentido de la oportunidad. Para mediados de 1955 la lucha política hacía rato que había olvidado sus buenos modales y al autoritarismo sistemático del peronismo se le oponía la confrontación sistemática de la oposición.

De todos modos, lo novedoso no era que los opositores hicieran lo previsible, sino que algunas espadas reconocidas del peronismo, como por ejemplo John William Cooke, manifestaran su disidencia con un acuerdo que, según sus propias declaraciones, traicionaba al artículo 40 de la Constitución reformada en 1949.

Por su parte, el prestigiado dirigente nacionalista Adolfo Silenzi de Stagni, profesor de la cátedra de Derecho Agrario y Minería en la UBA, no ahorraba epítetos para descalificar lo que consideraba una verdadera traición a la soberanía nacional. Decía Silenzi de Stagni: “El artículo 6 del contrato es una verdadera antología del entreguismo, pues le acuerda a Standard California el derecho a construir y mantener dentro y fuera el área concedida, aeropuertos, campos de aterrizaje, sistemas inalámbricos de telégrafos y teléfonos, embarcaderos, caminos, etcétera, etcétera...con la ventaja de que la compañía no tendrá el deber ni la obligación de poner tales obras e instalaciones”.

Por decir esas cosas, Silenzi de Stagni se transformó en el profesor más popular de la UBA. Los estudiantes lo llevaban en andas al curso que se dictaba en aulas magnas porque sus opiniones eran escuchadas por una verdadera multitud. Como contrapartida, el desafío le significó amenazas e intentos de los cachiporreros de la CGU -parientes de primer grado de los que recientemente intentaron dividir a la FUA en Mendoza- de agredir a los que se atrevían asistir a las clases del maestro. En 1955, como ahora, los modales del peronismo en el poder no eran precisamente versallescos y, mucho menos, delicados.

A la hora de establecer algunas comparaciones, habría que decir con la cautela del caso, que un rasgo que parece persistir -empecinado- en la cultura peronista, es esa suerte de desmesura consistente en trasladarse impertérritos por los espacios más antagónicos de la política. Del nacionalismo cuartelero de los años cuarenta a los acuerdos de la California, había una distancia que sólo el desparpajo del peronismo era capaz de recorrer sin inmutarse. Lo sucedido no era muy diferente -incluso en términos cronológicos- al clericalismo de 1945 con enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas, contrastado con la orden de quemar iglesias y sancionar leyes que ni los socialistas más anticlericales se hubieran animado a proponer.

Esos pasajes escabrosos del peronismo por todo el arco ideológico parecen ser una marca en el orillo de su cultura política. Cuarenta o cincuenta años después el peronismo que defendió la ley de amnistía de los militares y en los noventa propició el indulto, es el mismo que hoy se ha constituido sin rubores ni suspiros en abanderado de los derechos humanos. Otro ejemplo pertinente es el de YPF. Aún en la televisión es posible ver las escenas donde los legisladores peronistas se abrazaban después de lograr la privatización de YPF, privatización que contó a los Kirchner entre los impulsores y beneficiarios directos.

Pues bien, años después los mismos que se abrazaban por la privatización de YPF, volvían a manifestar su ruidosa alegría porque se “expulsaba” a Repsol y se recuperaba la soberanía energética. Según el relato, esa soberanía había sido enajenada por los protagonistas de la década neoliberal de los noventa, una afirmación que se puede compartir siempre y cuando se agregue que entre esos protagonistas estaban los mismos que ahora ponderaban los beneficios del petróleo nacional. No concluye allí este clásico culebrón populista. Con una diferencia de meses, el discurso nacionalista da otra vuelta de tuerca y ahora la solución a los problemas nacionales los brinda Chevron, ¡Oh casualidad!, sobrina en primer grado de la Standard Oil.
Cada uno de estos pasos pueden justificarse con muy buenos argumentos. El discurso nacionalista dispone de excelentes recursos teóricos, pero el discurso privatista no se queda atrás. Lo que en todo caso resulta poco creíble es que la misma fuerza política y las mismas personas se hagan cargo de todos los registros ideológicos vigentes, sin que se les mueva un músculo de la cara.

Retornemos a 1955. El peronismo, a través de Alfredo Gómez Morales y el presidente de lo que entonces sin eufemismos se llamaba el Partido Peronista, Alejandro Leloir, defendieron los acuerdos. Los argumentos no eran malos. El país había crecido, y los recursos energéticos no alcanzaban, había reservas pero se carecía de recursos tecnológicos y capitales. En su momento, Antonio Cafiero recordó que en 1950, un año después de la Constitución de 1949 y su articulo 40, se habían descubierto los yacimientos de Madrejones y Campo Durán, motivo por el cual había llegado la hora de hacerse cargo de un desafío que el Estado nacional no estaba en condiciones de afrontar.

Más que una maniobra entreguista, el acuerdo de la California era presentado como una propuesta desarrollista en un escenario donde la expansión de las multinacionales del rubro estaba a la orden del día. De todos modos, en términos prácticos el debate no dio para mucho, porque el tratado se firmó en mayo de 1955 y en septiembre de ese mismo año el gobierno era derrocado.

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