Publicado el 01/07/2013
Por Ricardo Lafferriere
¿Es lo mismo peronismo que
kirchnerismo? ¿Es lo mismo kirchnerismo que cristinismo? ¿Y Massa?
El interrogante no desvela a los
peronistas ni a la mayoría de la sociedad, como sí lo hace al amplio espectro
de la dirigencia opositora. Para los peronistas, peronismo es
"poder".
Para la sociedad, el poder es una
especie de subsistema, del que se esperan cosas diferentes a las que imaginan
los protagonistas del escenario político.
Tampoco es que todos los
ciudadanos tengan las mismas expectativas. Cada uno tendrá una imagen, una
esperanza y un deseo diferente.
El “poder” está presente en la
etología humana desde que comenzamos a vivir en tribus. Es la capacidad de
mandar y el mando se considera necesario para vivir en forma más o menos
organizada y defenderse de los enemigos.
Ese es el presupuesto esencial del
poder en el imaginario colectivo. Lo probó hasta el apoyo tácito pero
indiscutido que tuvo la propia dictadura en sus primeros tiempos, cuando
llegaba a cubrir el poder inexistente traducido en la orgía de sangre provocada
por el enfrentamiento desbordado de los diferentes grupos del gobierno peronista,
entre 1973 y 1976.
La elaboración intelectual que
fueron agregando a esta idea de poder, durante siglos, pensadores diversos, fue
creando una idea más sofisticada que atravesó al concepto de mediaciones,
limitaciones y condiciones de legitimidad, necesarios para neutralizar sus
consecuencias peligrosas, sin afectar sus aspectos virtuosos.
Lo que no puede olvidarse, sin
embargo, es su esencia básica: su capacidad de mando. Es la “condición
sustantiva” de la política, la que en el debate muchas veces queda eclipsada
por los aspectos arriba mencionados, que configuran sus características
“adjetivas”.
Las sociedades necesitan, creen y
esperan capacidad de mando. Y a medida que se elevan en sus condiciones de vida
y convivencia, aspiran a que ese mando sea virtuoso, inteligente, eficaz,
normado.
Las sociedades evolucionadas han
establecido entramados normativos que custodian a las personas comunes de
posibles desbordes del poder. Otras, delegan el poder en forma menos matizada.
Pero no se conoce ninguna sociedad organizada, desde las tribus hasta las
sofisticadas sociedades actuales, que no contemple el factor “poder” en su
organización.
El peronismo entiende el poder y
lo ejercita. Su falencia es su tendencia a saltearse las normas que lo regulan
y limitan, a las que suele considerar un obstáculo. Su otra falencia –no
generalizada en todos sus sectores- es entender al poder como una propiedad de
quienes lo detentan. Los demás ciudadanos son simples sujetos pasivos sin
derecho ni capacidad para discutir su voluntad.
El amplio espectro no peronista
aborda el poder desde sus aspectos adjetivos. Las “ideologías”, los “fines
buscados”, las “afinidades partidarias”, “la izquierda”, “la derecha” o “el
centro” llegan a ocultar su esencia de mando, olvidando que para la más
profunda intuición y conciencia ciudadana, es lo más importante.
En décadas pasadas, el
contradictorio se planteaba con las fuerzas que también creían en el poder
sustantivo, pero destacaban la necesidad de su ejercicio dentro del marco del estado
de derecho, formidable construcción de la civilización política caracterizada
por la distribución de competencias entre diversos órganos institucionales.
La finalidad de esta distribución
no era hacerlo impotente, sino evitar sus desbordes. Su ejemplo paradigmático
era el radicalismo.
La sensación que surge al observar
la sociedad argentina de hoy sin embargo es que la aspiración de mando sólo se
refleja en el imaginario peronista. Es el único espacio en el que el aspecto
sustantivo del poder se sobrepone en forma clara a sus abordajes adjetivos.
Los desbordes del peronismo en su
relación con muchos derechos de ciudadanos fue el motor del enfrentamiento
“peronismo-antiperonismo” que motorizó varias décadas del siglo XX.
El enfrentamiento tenía otro
fuerte condimento: el papel inclusivo de las gestiones peronistas hacia los
desventurados, dependientes de otros con mayor poder económico y político.
El peronismo, construyendo su base
de representación entre estos ciudadanos que sentían y sufrían situaciones de
injusticia, se convirtió en una de las grandes fuerzas articuladoras de la
sociedad nacional.
Creó otro imaginario: que esas
personas marginadas eran su objetivo. La realidad fue más matizada. Las
políticas sociales del peronismo hacían simbiosis con la mala utilización del
poder para fines de enriquecimiento personal de integrantes de sus élites. Su
rica dinámica interna reflejó esa tensión. Su mayor o menor deslizamiento al
clientelismo estuvo siempre presente.
La otra había sido el radicalismo,
en la transición del siglo XIX al XX y en la primera mitad de ese siglo. Su
papel integrador fue político, abriendo el camino a la participación en el
gobierno a sectores hasta entonces marginados por las élites del siglo XIX y
comienzos del XX. De pronto, ciudadanos sin recursos ni apellidos ilustres,
contaban con un aparato político que abría la competencia y les permitía un
canal de acceso al escenario político.
Ni uno ni otro fueron partidos
ideológicos, sino fuerzas de integración. Sus núcleos culturales aglutinantes
deben buscarse en la diferente forma de entender la relación “poder -
ciudadanos”, más que en los contenidos de sus medidas de gobiernos, normalmente
adaptadas a los cambiantes estilos de cada época.
Como en todos los agregados
sociales, los límites no son nítidos y las impregnaciones recíprocas existen,
condimentando sus núcleos conceptuales básicos.
Las etiquetas partidarias no
modelaron la realidad social y cultural argentina. Simplemente la reflejaron. Es
aventurado ver en el peronismo el surgimiento de la idea de poder, o en el
radicalismo el inicio de la democracia y las libertades públicas. Esa tensión
viene desde la colonia y atravesó diversas etapas de la historia nacional, como
lo había hecho en la historia universal.
Ambas fuerzas incluyeron creencias
culturales subyacentes en una sociedad que, contra lo que suele pensarse,
tampoco es original. La tensión entre el poder que quiere ampliarse hacia lo
absoluto y las resistencias ciudadanas que quieren limitarlo ha existido desde
que la humanidad comenzó su proceso civilizatorio.
En la Argentina, en todo caso,
parece apropiado hablar de agregados socio-culturales, más que de etiquetas.
Agregados socio-culturales que, como se adelantó, tampoco son nítidos.
El populismo rentista incluye –y
oscila entre- su vertiente absolutista y aquella que busca su apertura a la
legitimidad popular. El gran campo “democrático-republicano” oscila entre su
vertiente elitista y la que también busca su legitimación en el respaldo
popular.
Las estrategias de acumulación
para ambos son diferentes. En el campo “autoritario” su ampliación impone
concesiones al mundo democrático y republicano, lo que le genera un conflicto
secundario con sus componentes más extremos, aquellos que exigen el ejercicio
del poder a cualquier precio. Tal vez el “vamos por todo” sea una consigna que
lo refleje.
En el campo democrático y
republicano, el rumbo es inverso y su ampliación requiere encarnar la idea de
“democracia social” –como se decía en otros tiempos- o “socialdemócrata”, como
se comenzó a decir, con una impronta europea, en las últimas décadas del siglo
XX. En este campo los otros grandes actores son los “populares”, socios de los
socialdemócratas en la construcción de los estados sociales europeos.
También tienen su conflicto
secundario, con aquellos a quienes la pureza de la teoría impone la neutralidad
del Estado en la tensión social por la distribución de la riqueza. En la
Argentina actual son pocos, identificados como “liberales de derecha”.
Éstos no deben confundirse con los
llamados “neoliberales”, término que es necesario precisar más por su banal
aplicación a grupos o medidas que poca relación tienen con el liberalismo, y
cuya función es predicar y sostener el papel positivo de las grandes
corporaciones, lo que los hace presente en todo el abanico político.
Una sociedad equilibrada y exitosa
demandaría la convivencia en la diversidad entre aquellos que en ambos grandes
campos toleran la diferencia, aceptando como natural los debates sobre políticas
públicas y la conveniencia de encontrar síntesis para los problemas que
presente la agenda.
El centro de gravedad de la
opinión pública argentina oscila. Se aleja cuando, en cada sector, el discurso
se acerca a los extremos, y se acerca a los sectores más tolerantes de los dos
grandes agregados.
Son éstos los que abren el camino
al funcionamiento “constitucional”, imposible si hegemonizan el debate las
miradas de los extremos. Juan José Sebrelli sugirió por eso la necesidad de una
gran “coalición de coaliciones”, como base necesaria para una democracia
estable.
¿Qué relación tienen estas
reflexiones con las preguntas del comienzo?
El kirchnerismo está, claramente,
en el espacio peronista. El cristinismo es el sector más ultraísta del
kirchnerismo. Su desplazamiento al extremo lo está alejando de la mayoría.
La iniciativa de Massa pareciera
apuntar a ocupar ese vacío, agrupando al sector del peronismo que es consciente
que el poder debe matizarse aceptando la existencia del “otro” y abriendo incluso
espacios para su participación. Busca crear una “nueva mayoría”, que reemplace
a la anterior. Otra cosa es que lo logre.
Enfrente, también hay noticias.
Confluencias –más pequeñas- del espacio democrático republicano parecen iniciar
un rumbo positivo, aunque por ahora siga obsesivamente auto-arrinconado en
papel testimonial-ideológico.
Como resultado natural, se
autoexcluye de participar en la “Primera A” y prefiere quedarse en la
periferia. Renuncia a convocar a los grandes contingentes ciudadanos no
ideologizados –que son la mayoría- y deja en consecuencia un espacio grande a
su adversario, que lo aprovecha abriendo con más tranquilidad la opción de
relevo, dentro de sus mismos marcos.
En algún momento –ojalá sea
pronto- este espacio alternativo democrático y moderno logrará articular un
trabajo conjunto con la suficiente amplitud para incluir a todos sus matices,
conformando una real alternativa seria con vocación de gobierno. Sería bueno
que lo haga pronto, para hacer posible un diálogo político equilibrado.
Mientras tanto, entre “salvar los
principios, aunque se pierdan mil gobiernos” y “el poder está para usarse”, los
ciudadanos irán optando por la opción que intuyan como menos mala.
La de “perder gobiernos”, luego de
las experiencias de 1989 y 2001, ha mostrado el que el peligro de considerar al
poder como contrario y disvalioso frente a los principios puede acarrear
dolores que la sociedad no parece dispuesta a repetir.
La de “el poder está para usarse”
muestra su falta de escrúpulos éticos, pero ante la alternativa de una aventura
demasiado parecida a un salto al vacío, puede terminar siendo el marco en el
que la sociedad defina el mando.
Mal que nos pese a quienes soñamos
con un país diferente y nos sentimos alejados del populismo y del poder
autoritario, es probable que los ciudadanos una vez más decidan participar, tal
vez sin entusiasmo, en la disputa interna de aquellos a quienes gobernar no les
asusta y el poder sí les interesa.
Aunque es bueno no renunciar a la
esperanza de que esta historia cambie y que en algún momento, más temprano que
tarde, logremos encarrilar a la Argentina en la senda de un país como soñamos.
FUENTE:http://www.escenariosalternativos.org
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